viernes, 17 de diciembre de 2010

El relato del instante (Buenos Aires)

Es interesante ver los personajes que entran y salen de este restaurante.

Un hombre de cabellos largos que parece ministro de algo, o así se comporta, con terno recién salidito del congreso o de palacio de gobierno, quizás una actitud muy argentina. Una señora de senos grandes, vestido blanco y zapatos de taco rojos como sus labios, rojos rojos, que entra con dos niñas que le dicen, cuidado mama que se te está viendo el escote. Y otro hombre, medio hippy parece, pero también medio gay, tiene los cabellos largos, rubios y en rulos. Parece un gringo pero es argentino. Y su forma de hablar es medio gay, aunque en su forma de vestir no pasa nada, medio despatarrado, incluso cojea el tipo, como si se hubiese tomado litros de cerveza o algo parecido, habla normal. Entran y salen, el primero, el ministro se termina sentando con un señor que me mira desde una mesa contigua a la mía. En un momento el ministro parece el dueño del restaurante, saca un vino del estante y se lo sirve a los amigos, así se comporta por lo menos, a lo argentino, parece, y la segunda, la mujer, entra y sale con las dos niñas y ese vestido blanco como salida de una fiesta o matrimonio llama por teléfono, entra y sale, deja la puerta abierta, hasta que llega el tercero y se la lleva, o sea, el cara de hippie medio gay, se la lleva por la calle con las hijas, ¿sus hijas? Disparejo.

Las mozas se ríen, yo escribo, lo registro todo.

Estoy en la barrio de San Telmo, un barrio que voy descubriendo poco a poco, que intento adherirmelo a mí, y sentirlo mío, por más egoísta y literal que suene, y tan propio de lo ajeno. Miro desde la ventana , tomo un vino tinto de casa reservada, y le busco un título a esta historia, y aquí es donde fallo, cuando veo al ministro besar a la camarera, y a la familia dispareja pasar a lo largo de la ventana del restaurante. Todo se convierte en ficción en mi relato. El relato del instante.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Sobrepoblado

Llego a una ciudad enorme, tomo un taxi, le pregunto cuántos habitantes tiene, me dice que no sabe, recorre las grandes avenidas, le da vuelta a los obeliscos, entra por calles que no conozco, hasta llegar al hotel.


De pronto todo me parece demasiado grande, absurdamente habitado, mucho ruido, vehículos que botan gases, soy como un cavernícola llegando a la civilización, sin saber por dónde empezar.

El costo de convivir con la naturaleza por cuatro meses, el shock de lo sobrepoblado.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

La cápsula de hierro

Costumbres argentinas o quizás costumbres europeas. Mi último día en Ushuaia está supuestamente gobernado por esta idea, la estúpida idea de tener que coger un avión, de ir al aeropuerto a tiempo, como si esta última mañana estuviese perdida en el limbo de la nada, sin disfrutar de esos últimos instantes en el confín más lejano del sur de la tierra, y todo supeditado al viaje en avión, a esa máquina a dos motores que despega de un lugar y después aterriza en otro.


Un escritor argentino diría, que viajar en un avión es como vivir en medio del paréntesis, ganándole al tiempo, al espacio, todo aquello que nos perdemos en hacerlo a pie o en bicicleta en nuestro caso. Porque nosotros todo lo hemos hecho en bicicleta, desde Quito (Ecuador) hasta Ushuaia (Argentina) viendo y viviendo los paisajes que cambian a medida que uno entra a una nueva región o valle o ecosistema, intentando por lo menos de imitar a nuestros antepasados que iban o a caballo o a pie (pues en esos tiempo no había ni bicicleta o avión, pero la bicicleta es lo que más se le parece).

¿Y qué hago yo perdiendo mi tiempo pensando en que tengo que tomar ahora un avión y recorrer en cuatro o cinco horas todos los kilómetros que me costó pedalear en un mes o dos?

El absurdo de la modernidad, pensar que podemos ganarle a la distancia y el tiempo.

Este día casi todos los participantes del tour salen hacia Buenos Aires en vuelos diferentes. Yo ocupo mi mañana escribiendo, anotando todo lo que me toca hacer después de terminado el tour. Pienso : una hora antes en el aeropuerto es suficiente, y conociendo a los argentinos, quizás el vuelo no salga puntual. Pero los participantes se van tempranísimo al aeropuerto pensando que tienen que estar tres horas antes. Es que tenemos bicicletas, muchas maletas que embarcar, dicen. Así que ellos se van a las nueve de la mañana a esperar el vuelo de la una de la tarde. Yo a las doce del mediodía recién salgo al aeropuerto, que es pequeño, y cuando llego los veo allí aburridos esperando, esperando.

Y el vuelo se retrasa media hora más.

Desde la sala de espera le toman una foto a un avión que está despegando, con algunos de nuestros compañeros allí adentro saliendo para Buenos Aires, en otro vuelo, el de Aerolíneas Argentinas. “Para dársela de recuerdo a los que van en ese avión”, me dicen y yo me río sarcásticamente.

Hasta hace un día tomábamos fotos de nuestros compañeros sentados sobre bicicletas, ahora en los aviones, en esas cápsulas de acero.

Ya cuando nos toca a nosotros despegar, aterrizamos en El calafate, luego Buenos Aires. Y por la ventana vemos el camino que hemos pedaleado. Y no lo creemos. It’s impossible, diría alguien por allí. Recontra impossible. Cuando lo imposible se hace posible. Y la l{inea negra de la ruta 40 se dibuja recta como en google maps, y veo una casita en medio de la pampa y recuerdo los días difíciles en Las Horquetas, Bajo Caracoles, Tapi Aike.

Ahora es tan fácil en el avión que prefiero hacerlo en la bicicleta.

martes, 14 de diciembre de 2010

El final de los 11 mil kilómetros, Ushuaia Fin del Mundo

Agota en la meta
 Día con sol, las nubes vuelan sobre nuestras cabezas. Una etapa muy dura. Mis piernas no responden. Motivación por los suelos. No me siento fuerte hoy, el último día.

Pero pedaleo los últimos 105 kilómetros hasta Ushuaia. Y cada vez que aparece un letrero en el camino con la distancia por recorrer, me alivio, me siento mejor, aunque las piernas no respondan como siempre por el frío. Mis pensamientos me dicen ya quiero llegar; ando sin ganas.

La más fuerte del grupo, una suiza de hierro, me anima y me ayuda a pedalear contra el viento. Me pego a su rueda trasera y pedaleo con todas mis fuerzas. Al principio la sigo bien , pero al poco rato me agoto y bajo la velocidad. Lea, la suiza, es la única que ha recorrido todo al cien porciento.

El fin del mundo, ¿cómo es? 

Después de pasar las montañas nevadas , el día anterior nevó aquí, aparece Ushuaia, la ciudad más austral del mundo. se extiende en una bahía sobre las faldas de unos cerros, barcos encallan en el puerto.

Los ciclistas nos detenemos en el letrero de ingreso a la ciudad. Fotos aquí y allá. Algunas sonrisas, otros llantos, todavía faltan siete kilómetros para llegar. El “finish” está en el puerto.

Continuamos pedaleando. Sabemos que son los últimos kilómetros. Intentamos acompañarnos en los últimos kilómetros. Abrazo al viejo Ernst desde la bicicleta, que pedalea con una pierna. Le digo: “¡Dos cervezas a nuestra llegada!”.

El viento nos coge a medio camino, justo a la entrada al puerto, también la lluvia, pero ya no nos importa, ya no importa si nieva o truena, llegamos a Ushuaia, al fin del mundo, por fin, después de once mil kilómetros en bicicleta.


***

con los veteranos, Peter Dressen y Ernst, los científicos
locos, el submarinista cervecero
Ver el mapa de nuestro recorrido a nuestra llegada es recordar todos aquellos kilómetros a lo largo de la ruta. Pero ver la distancia es impresionante. Desde la línea ecuatorial hasta la punta más al sur del continente... Montañas y más montañas.

¿Cuál fue el día más duro?

Por supuesto las respuestas son diversas, depende de cada ciclista, de cómo se sienta... pero muchos recuerdan el día a Cerro de Pasco en el Perú como el día más duro. La altura y la lluvia que los agarró a cuatro mil metros de altura... muchos llegaron de noche , en la oscuridad, escoltados por la policía. Y renegaron por la poca agua que había en la ciudad (y el hotel), siempre. Llegaron muertos, casi muertos.

Otro día duro fue el viento en el altiplano boliviano, día en que muchos terminaron tragándose la arena , que soplaba tan fuerte como en el Sahara. Una lucha constante contra la ráfaga de la naturaleza. Terminamos refugiándonos en la iglesia de un pueblito perdido y sin luz. Algunos se enfermaron aquella tarde del estómago. Y terminaron renunciando a los once mil kilómetros. Cuatro se fueron a casa, el resto continuó pedaleando.

Pero los ciclistas también recuerdan los días en la Patagonia, la tormenta de nieve en la frontera Argentina – Chile. Treintaicinco interminables kilómetros hacia Torres del Paine.

Y los inútiles días sobre la pampa. Viento en contra, constante. Y sólo bushcamp, campamento a la intemperie.

Si me preguntan a mí cuál fue mi día más duro, diría “el último día”. Mis piernas no respondían, mi mente tampoco. Y la presión de llegar temprano a Ushuaia me ganaban.

Aunque , ahora que lo pienso, tambén hubo otro día duro muy duro : el Parque nacional Huascarán. Trepar hacia los cinco mil metros de altura con el cerebro fuera de tu cuerpo (por culpa de la altura) fue durísimo.


Con Edson, mi compañero, mi hermano,
el gran cocinero ;)

No hay nada más gratificante que haberlo hecho, conseguido, logrado, terminado. La más fuerte del grupo, Lea Degen, diría : “Tú puedes, no existen peros”. Y esa frase se me quedó grabada. Uno puede fácilmente subirse al vehículo de apoyo del tour, renunciar a medio camino, decir mis piernas no dan, mi mente tampoco, no soy fuerte o algo parecido. Estas experiencias lo encaran a uno consigo mismo, son pruebas duras de fortaleza y voluntad. Pero el conseguir completar una etapa a pesar de la dureza es sumamente gratificante.

Terminamos el Andes Trail con un sentimiento de satisfacción. Algunos dicen que en el fondo querían terminar pero a la vez seguir viajando. Otros tenían la esperanza de ver a sus seres queridos después.

Hacer un viaje de esta envergadura es como vivir en el paréntesis. Uno convive con un grupo de cuarenta personas por 120 días. Uno se pelea, se alegra, se frustra, se emociona, con ellos siempre. Incluso nos importa el qué dirán, nos encaramos contra nosotros, conocemos nuestros miedos y alegrías. Y al llegar a la meta, todos, ese grupo de cuarenta, se dispersa en cuestión de horas. La felicidad de la meta, pero la tristeza de la partida. Y después uno se pregunta : ¿Y qué significó para nosotros convivir con esta gente? Desde los más renegones y quejones hasta los más positivos y valientes, ¿qué significó? Nunca más veré a esa gente, o quizás en algún lugar, en el facebook que está tan de moda. ¿Qué quiso decir? Cada uno tendrá una respuesta diferente. Quizás el aprendizaje de vivir


***

Los ganadores al 100%
 
Sólo dos personas consiguieron montar cien por ciento el Andes Trail. Un hombre y una mujer. Peter Beullens de Bélgica y Lea Degen de Suiza. Los ganadores del 2010.

El último día a Peter se le quebró la rueda trasera de la bicicleta. A medio camino , el sistema de cambios se le destrozó y los rayos también. Tuvo que prestarse la bicicleta de un participante para poder continuar hasta la meta. Peter consiguió el 100 %, su bicicleta no. Cuestión de suerte.

Y Lea, que para mí fue la más fuerte del grupo, mentalmente sobre todo, ayudó a los más lentos ese día (y confieso que ese día yo andaba re-lenta). “Tú puedes Susana, no hay peros”.

Lo curioso es que al llegar a la meta y celebrar con champán y bocaditos nuestra llegada, Lea y Peter se subieron al vehículo de apoyo del tour. No tenían ganas de pedalear el kilómetro de distancia hacia el hotel. Llovía a cántaros. Ese fue el único día que experimentaron el camión de bomberos del tour.

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