sábado, 1 de febrero de 2014

Hambre de un golpe (sobre los pedales)

¿Qué sientes cuando estás cerca de la meta pero compruebas que aún te faltan veinte kilómetros por recorrer y te mueres de hambre? 


HOY FUE UN DÍA DE ESOS en los que salí en bicicleta en dirección a otro país: Alemania, cinco kilómetros más allá de mi buhardilla holandesa, ¡qué suerte eso de vivir cerca de la frontera!, sin enseñarle al guardia de turno mi pasaporte o de hacer largas colas en la posta policial; pasar la frontera como uno cruza una calle y entrar a un pueblo ajeno y diferente a este país, pedalenado feliz la bicicleta. 

- ¿Adónde vamos? 
- A Brugge -me dicen mi amigos, algo inciertos, ¿conocerán el camino?

Brugge es un pueblito alemán (no confundirlo con el belga) con restaurantes que sirven bradwurst con papas fritas. Pueblito pequeño, con un castillo del siglo XV, rodeado de agua y parques, un molino y una iglesia; la gente suele pasear a su perro, enamorarse bajo los árboles y cabezas grises por todos lados. 

Hoy calculo 'cletear' unos veinte kilómetros o un poco más desde donde vivimos. No llevo ni agua ni ninguna mueslibar. Confío en mi fortaleza (pues es nada, veinte kilómetros), a pesar de conocerme bien. Tengo la sensación de que es demasiado cerca y me confío.
Pero mis compañeros deciden tomar otra ruta, una de ochenta kilómetros o más. Sin automóviles y mucho tráfico, me explican. 

Nos metemos por bosques con centenares de pinos entre trochas sacadas de algún cuento de los hermanos Grimm; caminos asfaltados por kilómetros, con su lobo feroz en busca de la abuelita, pueblitos de cien personas o menos entre campos de cultivos y vacas y ponis pastando en la pradera, y gente caminando y otros más montando bicicleta. 

Hace frío y ese frío es poco halagador. El viento atraviesa mis guantes pero es llevadero, ninguna comisura, ningún contratiempo, entro pronto en calor.

Recuerdo aquellos días en que empecé a pedalear, memorias de una niñez casi perfecta en los bosques de Ámsterdam, con mi padre. Él me sacaba a pedalear en pleno verano y con sol, y en un bosque que para mí era inmenso. Nos llevaba a mi hermano y a mí a tomar una coca-cola en alguna cafetería de  con croquetas frescas recién salidas del aceite (ahora las considero poco saludables). Momentos inolvidables bajo el roble de un bosque alemán veinticinco años después. 

Sigo con la misma energía. Sé que estamos cerca de Bruggen. Tengo la sensación de andar por una ruta en zigzag con los amigos. empiezo a imaginarme una cerveza helada, unas papas fritas, una sopa bien caliente. 

Y me viene el hambre. No me doy cuenta pero me viene, con esa irritación que empieza por la médula y termina por gritar a quien se me cruza por el camino. Me dan ganas de tirar la bicicleta y de mandar al otro lado a mis compañeros. No quiero que me vean con el hambre mal hecha, así le llaman ellos, entonces imagino los espejismos en el desierto, las hamburguesas de macdonalds (a ese nivel llego), monto bicicleta por inercia.

Hasta que despierto al lado de la trocha kilómetros después tomando mucha azúcar. 

- Hemos hecho ochenta kilómetros - me dicen. Y yo apenas me lo creo. ¿Ochenta? Cuatro horas sobre el pedal. 

El hambre me batió en un bosque y me llevó directo a la primera tienda a comprar un barra de chocolate. Y al llegar a la meta: Una sopa y una cerveza en un restaurante gris de Brugge.

Emociones de primavera, de segundo día de Pascua, con el hambre en la costilla.

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