viernes, 13 de enero de 2012

Benin


Ella es una mujer sin nombre. Tiene 12 años. Es delgada, alta, los pechos apenas formados, el rostro, su inocencia. Ella está sentada en una de nuestras mesas en el campamento. Ella es una niña del pueblo. No quiere decirme su nombre cuando se lo pregunto, pero me cuenta una historia.

-Yo me escapé de mi casa -me dice, coge un tenedor con toda la mano, se lleva unos tallarines a la boca – y vine aquí.

Yo la miro, no le digo nada, Ellen – la cocinera- nos ha preparado unos tallarines a la bolognesa. En la mesa tenemos también una ensalada y vino para compartir. La chica está a mi lado, le pregunto: “¿por qué?”.

Esta tarde hemos llegado a un pueblo en Benín llamado Bukumbé. Hace poco que cruzamos la frontera y entramos a otro territorio. No sé en qué se diferencia, pero este nuevo país tiene algo ajeno a Burkina Faso. Los guardias en la frontera, vestidos en trajes caqui, medio adormecidos por el calor, metidos entre cuatro paredes de carrizo, nos miran, apuntan nuestros nombres en un cuaderno de notas, nos estampan un sello en el pasaporte y nos dejan pasar. Me sobresalta su dejadez, ese aire a plátano triturado que flota en el ambiente.

-Mi padre quería casarme con un viejo –me cuenta la chica.
-¿Por eso te fuiste?
-Un hombre casado con seis hijos, por eso me escapé.

Ella prueba otro bocado. Los ciclistas que están en mi mesa la miran, no dicen nada, nadie sabe qué decir.

-¿Y qué edad tiene el tipo?

Benín tiene el mismo paisaje que Burkina: bosque seco, acacias, baobabs. Hay algunos aspectos diferentes, los pueblos tienen construcciones de material noble y los niños son menos tímidos que en Burkina. Salen corriendo a pedir cadeau (un regalo), en los refrigerios se acercan a mirar qué estamos haciendo, sin roche ni más.

-Treinta y cinco –me dice.
-¿Treinta y cinco? –me parece joven, en mi sistema no cabe una persona mayor de esa edad, quizás porque yo también me hice mayor y en otros países esa es la edad actual del matrimonio. No a los doce, trece, catorce. Sus padres eligen a sus futuros maridos por conveniencia, para enlazar a las familias, para pagar alguna deuda, para no morir en la miseria

Me imagino a un hombre de mi edad cortejando a una niña de doce años. Lo escucho y no lo creo. Ella se escapó de casa al empezar su pubertad.

-Quiero estudiar, no quiero el mismo destino que mis hermanas, es así como llegué aquí.

Aquí, dice, a la casa de una familia de holandeses que vive en Benín a pocas horas de su pueblo. Ella sabía que Marion la ayudaría, ella refugia a muchas chicas en su casa, las ayuda a educarse, a mejorar su autoestima, les enseña a ser enfermeras, administración, laboratorio, fundó una posta médica para ayudar a las mujeres parturientas, a tratarse de la malaria, el sida,
“El sida es un tabú en África, nadie habla de ello, pero hay mucho contagio”, dice Marion. Los hombres tienen entre dos y tres mujeres. Las mujeres entre seis y diez hijos. “La gente necesita salud y educación, y eso es lo que les damos”.

Cuando la chica sin nombre llegó donde Marion, tuvieron que enfrentarse con su padre. El padre de la chica un hombre de unos treinta y tres años llegó dispuesto a llevarse a su hija. Después de una larga pelea y de varias discusiones, Marion convenció al padre de dejar a su hija estudiar.

-Es que mi padre tenía una deuda, por eso me quería casar.

Me quedo callada.

Marion la holandesa consiguió dinero para pagarle los estudios a la chica sin nombre , y no es la única, hay otras cinco chicas refugiadas en su casa. Mientras pueda hacerlo, lo hará. Su fundación “Aktie en Benín” ...







Siempre pensé que mi continente era el más surreal de todos, donde sucedían cosas imposibles de imaginar, donde la realidad superaba a la ficción. Pero aquí en el África la realidad sale de mis esquemas mentales. Los vehículos cargan el doble de cargamento que en mi país, las motos llevan cuatro a cinco pasajeros, sin ser mototaxi o tuktuk; las mujeres no sólo cargan niños a la espalda, también cabras, gallinas, chivos; las carretillas no sólo transportan ladrillos; también vacas, cerdos, carne y pescado. Las mujeres cargan veinte litros de agua sobre sus cabezas, caminan kilómetros, preparan la mandioca, cortan la leña... un continente que sobrepasa mis esquemas, que me saca de cuadro a cada kilómetro mientras pedaleo.

Quizás en eso consiste el África. No es un continente con monumentos famosos como Machu Picchu ni con ciudades históricas como Buenos Aires o el Cusco. Simplemente es su gente. En eso radica su encanto. Hay gente en todas partes, salen a borbotones como las hormigas. Paramos a medio camino para ir al baño y ya tenemos que estar mirando por si acaso no nos vayan a ver. Escondernos bien detrás de un arbustro.






Año Nuevo. Didier, el enfermero del grupo, maneja el camión de apoyo del tour, un belga con alma africana que sabe leer muy bien el pensamiento de los benineses. Habla buen francés, trabaja para las Naciones Unidas y es un experto en enfermedades tropicales. Didier elige siempre los mejores lugares para acampar. Me dice en secreto que busca áreas seguras, donde hay gente, porque los bandidos en África asaltan en las carreteras.

Es año nuevo y yo sólo quiero pasarla bien, recibir el 2012 de una forma diferente.

Didier elige un pueblo llamado Ananda. Estaciona el vehículo del tour, un viejo camión de bomberos, un mercedes alemán, al lado de una iglesia católica. ¿Podemos acampar aquí? ¿Somos bienvenidos?

Aquí en el África occidental la religión mayoritaria es la musulmana. En cada pueblo hay una mezquita; pero en algunas regiones, como en ésta, también hay cristianos que creen en dios y en la virgen y que cantan aleluya. Nunca he visto tantas iglesias juntas. La católica romana, la evangelista, la baptista, compiten entre ellas para ganar adeptos. Ver iglesias me hace sentir de algún modo en casa. Entrar a la ‘casa de dios’ es sentirse seguro de alguna forma.

En Ananda acampamos al lado de la parroquia, el padre, un negro vestigo de toga blanca nos permite utilizar uno de los baños de los sacerdotes, para ducharnos. Las carpas se esparcen debajo de un bosque de eucaliptos. Ellen cocina aquella noche frijoles con arroz. Didier intenta mantener el orden, pues muchos niños vienen a observarnos.

A media tarde, el pueblo de Ananda celebra el último partido de fútbol del año. Se enfrenta a un poblado vecino. Sus camisetas son de “flying emirates”. No es que hayan auspiciado el partido, son de segunda mano, traidas en un container desde europa y revendidas en este continente.El arco de fútbol es más pequeño del que normalmente conocemos. De dos metros de ancho y uno de alto, para niños. Pero eso importa poco a los futbolistas. Meter un gol es difícil, no un imposible. El pueblo entero se congrega alrededor de la cancha de fútbol. Esa es su distracción, no la única, también estamos nosotros.

Ananda –el pueblo- consigue marcar dos goles y llevarse el trofeo del año.

A la hora de la cena unos niños no nos dejan de mirar. Nos observan comer, lavar los platos, ordenar nuestros utencilios. Ellos están allí, son unos veinte niños y niñas que se divierten con nuestras costumbres, quizás ajenas a ellos. Es un poco raro comer siendo observados.
A la hora del café, los niños nos sorprenden con un canto. Se reúnen alrededor nuestro y empiezan a cantar alucinantemente. Su voz es tan poderosa. Cantan en francés algunas canciones cristianas. Escucho por allí la palabra Jesús. Sin duda, la música, el canto es parte de su cultura.

Unas horas antes de las doce de la noche, vamos al bar local del pueblo –de la hermana del párroco. Allí Didier me presenta a un señor que me invita unos vasos de cerveza. Se emociona al saber que soy sudamericana. Después vamos a la iglesia del pueblo. Nunca había visto yo una iglesia con tanta gente. Al lado del altar un coro canta hermosas melodías acompañadas de unos tambores africanos. Van a ser las doce de la noche. El padre oficia la misa de una forma diferente a la que conozco. Los cantos le dan ese misticismo especial. Primero es la hostia, luego el padre nuestro, pero no importa, el padre cuenta los minutos antes de la medianoche. Las doce en punto. La iglesia retumba cuando suenan las doce campanadas del año. Año nuevo. 2012. ¿se acabará el mundo?, me dice alguien por allí. Besos y abrazos entre los asistentes.

Al final de la misa, el padre invita a Didier a salir adelante. Todos nosotros, los ciclistas, lo acompañamos. Didier dice unas palabras en francés y le desea al pueblo un feliz año. Todos lo aplauden. Creen que es un misionero. Luego, unos parlantes delante de la iglesia saltan a alto volumen. Bailes y música del pueblo. Una excelente forma de continuar la noche.

Despierto en mi carpa, rodeada de gallinas y pollos que caminan alrededor de la parroquia. Miro la hora. Las seis de la mañana, año nuevo en mi país. Feliz año, pienso, en quienes celebran en Perú. En año nuevo todos somos iguales bajo el sol pero en diferentes horarios.











Montar bicicleta bajo cuarenta grados de calor. Me pongo a pensar en una profesora de español de colegio en Holanda. Las cosas en las que pensamos cuando estamos en bicicleta. Dicutiéndome si se dice montar bicicleta o andar en bicicleta. Yo había dicho alguna vez en la clase que se anda en bici. La profesora protestó: “es montar bici”, me dijo, como si sólo existiese una forma de decir las cosas en mi idioma. Me quedé callada, mi reacción cuando no estoy de acuerdo, y le dije que claro que sí, que es montar, andar, ir, correr... en bici... varias formas de decir lo mismo.

Andar en bici es pedalear, ese verbo. En holandés existe un verbo para la acción de montar bicicleta “fietsen” y en el inglés también, “cyling” o “biking”:

Yo bicicleteo, bicicleteo que bicicleteo, ese lenguaje traducido al ejercicio mecánico de empujar las piernas, como un motor, una tracción que le da velocidad.

Imagínese andar cien kilómetros en línea recta. Cinco horas sentados sobre el sillín negro si consideramos unos veinte kilómetros de promedio por hora. Antes, no me lo hubiese imaginado , pero montar cien kilómetros todos los días es posible para el cuerpo humano. Algunas personas piensan que ése es un extremo: cien kilómetros por día, pero existen extremos más extremos a los que puede llegar nuestro estado físico. Los que hacen triatlones, por ejemplo, 180 kilómetros en bici, 5km nadando y 41 km corriendo en un día: ese es un extremo.

En el grupo hay una pareja de holandeses que están en el extremo. Ella una maratonista consagrada. Este año corrió 10 maratones. Él un triatlonista. No sé si soy partícipe o si estoy en contra de esos extremos. Yo recorro cien kilómetros diarios en bici, cuando puedo, pero obsesionarme con que no debo tomar café porque me deshidrata o un vaso de alcohol, no llego a ese límite. Simplemente disfruto del paisaje, de mi velocidad, de mi tiempo, reniego cuando me canso, me detengo a tomar una cocacola cuando tengo sed, me lo tomo con calma y sigo adelante.

Montar bicicleta en África es un extremo. Cuarenta grados de calor, caminos en línea recta. Parece que no acaba. ¿A quién le gusta montar bicicleta aquí? No todos los participantes pueden con esa responsabilidad. No todos saben lo que es llegar a ese extremo. Nunca imaginé que llegaríamos aquí. Nos agotamos y lo primero que hacemos es tirar la bicicleta a un lado y profiar contra ella.

-¿A qué has venido al África?, le pregunto a un inglés de sesentaiseis años.  
-Por la aventura, pero....

No imaginó que se iba a encontrar consigo mismo, y que no le iba a gustar sus propias debilidades, un golpe cercano al ego. Cuando la organización del tour hace huevos duros en el desayuno, reniega. Tomates frescos, no me gusta. Patatas fritas, aún menos.

-Estas en el África –le digo- tienes que aceptar las cosas tal como son.
-Pero no lo soporto, me dice.

Hay quienes tienen hambre. Que extrañan una chuleta de cerdo o de res. Otros, un café. Yo prefiero no echar nada de menos. Sé que es momentáneo y que llegaré a la meta.

Sí,  debo confesar, es como una droga, eso de andar o montar la bicicleta: tu cuerpo te lo pide, lo necesita, o sino caerás en la desesperación del letargo, en el pesimismo de la nada.







1 de enero, año nuevo. Una trocha complicada en el interior de Benín, que se dirige hacia Porto Novo, su capital. Nosotros evadimos las largas carreteras y el asfalto, nos metemos entre las trochas y terminamos atravesando pueblos perdidos que no han visto turistas o blancos. Esta región del África cree en el vuduísmo y el fetichismo, y en Año Nuevo haremos un viaje a través del tiempo.

Antes de salir de Ananda, experimentamos una especie de sincretismo religioso. El cura del pueblo se acerca a Didier para decirle que acaba de ver un búho ulular en uno de los árboles de mango. Eso trae mala suerte, dice. Y si es en año nuevo, peor.

Kilómetros después de una trocha descuidada, llena de baches y huecos, visitamos al chamán del pueblo de Taneka Koko. El tipo viste solamente un calzoncillo negro. Sale a recibirnos al pie de un árbol de baobab, fumando carbón de una pipa.

Lo curioso de este pueblo es que por todos lados se observan objetos extraños. Animales sacrificados: ranas, cabezas de carnero, cuernos de vacas. El tipo nos lleva a una casa circular. Nos explica que allí están enterrados sus muertos. Cada chamán tiene un lugar en esa casa circular. Allí se hacen los pagos a la tierra.

Sus creencias no se diferencian mucho de las nuestras. Pago a la tierra, entierro de sus ancestros acompañados de objetos que los ayudarán a sobrevivir en el más allá. Uno de los pobladores nos explica que los entierros duran una semana más o menos, y que se bebe mucho, muchísimo, un aguardiente que preparan en la zona.

Continuamos ruta hacia el sur. Tenemos que buscar un lugar para acampar. Un camino al lado derecho de la vía principal nos dirige a un puñado de casitas escondidas entre unas plantaciones. Didier tarda en convencerlos de que nosotros sólo queremos comer y dormir en un lugar seguro. Armamos la cocina debajo de un árbol de mangos (llenos de murciélagos).

Este poblado es sorprendente. Las mujeres caminan con sus torsos desnudos. Tienen estrías en la cara, una marca de nacimiento que los distingue de un grupo del otro. Sus senos cuelgan hasta el ombligo. Hay muchísimos niños.

Después de la cena, uno de los mayores del pueblo saca un instrumento musical fabricado con sus propios recursos. Un violín de una cuerda. Empiezan a tocar y cantar de la nada. Nunca habían visto luz en el pueblo (luz de nuestro generador), nos reciben con alegría y cantan hasta la medianoche, momento en que Richard, el mecánico del grupo, les regala juegos artificiales.

Las luces y colores impresionan.






Lariam. Instrucciones de uso: una pastilla de color blanca que se puede dividir en dos o en cuatro, si desea. Se debe tomar una pastilla por semana a la misma hora. No es mucho, una vez por semana. En el internet dicen que puede llevar al homicidio y al suicidio. Depresiones extremas. Sueños extraños. ¿Una especie de droga?  Su componente principal es el mefloquine.

Mi experiencia con la pastilla no es mala. Muchos le tienen terror. Hay quienes creen que produce enfermedades psicopatéticas.

Yo no la siento. Llevo siete semanas tomándola y todavía no alucino. Todo para protegerme de la malaria, esa enfermedad que lleva al delirio.

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