Aquella noche dormimos al lado de un colegio. Didier pone una cuerda alrededor del camión y las mesas de la cocina. Los niños vienen a vernos – cuento unos sesenta a dedo-. No cruzan el cordel. Se sientan durante horas a observarnos.
Rob, el inglés del grupo, un cascarrabias inaceptable, dice: “¿Qué tanto les gusta vernos?”.
Al parecer no tienen mucho qué hacer en el pueblo. Se quedan así observándonos hasta el anochecer. Supongo que es como si fuera a llegar el circo por primera vez, como Melquíades con sus trucos de magia en Macondo. El número de niños va aumentando poco a poco, incluyendo los adultos. ¿Esperan que hagamos un truco? ¿Creen que les vamos a dar un regalo? No lo sé, no tengo ni idea. Y me quedo así contemplándolos hasta que empiezan a acercarse a mí y a sentarse a mi lado. Espero que la curiosidad no mate al gato pero no sé qué hacer con ellos. Me miran y miran como bicho raro.
Una hora después cenamos bajo la luz de una fogata que el padre de los niños encendió para espantar a los mosquitos. Nosotros compartimos nuestra comida con ellos, pero ellos se pelean por alcanzar un bocado, hasta que el padre pone orden allí y les dice que tienen que ser educados, que todos recibirán su parte. Didier los ayuda a ponerse en fila india, es el buen samaritano.