sábado, 2 de agosto de 2008



Llego a Quito una mañana de invierno andino. El sol entra por la ventana del vehículo, mis brazos reciben el calor. Sigo una autopista entre paisajes verdes, con arbustos, flores de colores violetas, amarillas y rojas, y eucaliptos. La mitad del mundo es un valle habitado por dos millones de personas. La entrada a la ciudad es tranquila.

Llego en un bus desde Macará. Rob y Wilbert están cruzando el Ecuador por los Andes, mientras yo por la costa en un bus interprovincial. El viaje no está mal. Los asientos son reclinables, la gente muy simpática, comemos en restaurantes buenos y vemos paisajes que para mí son espectaculares. Es increíble, cuando uno cruza la frontera cambia el color de la naturaleza, la forma de hablar, incluso las costumbres. Los ecuatorianos son amables. Me creen gringa y lugareña, a la vez.


¿Por qué me fui en bus hasta Quito y no con Wilbert y Rob?

Debo adelantar trabajo en la Mitad del Mundo. Buscar periodistas, hablar con los directores de los centros de cultura, buscar contactos que nos permitan iniciar bien esta travesía. El trabajo está perfecto. El idioma me ayuda a hablar con gente de los periodicos, la radio y la televisión. Ojalá estén el 8 de agosto en la mitad del mundo. Eso espero.


En Quito me recibe una gran amiga mía que conocí en mis años en Piura. Paola de la Vega vive cerca al centro histórico de la ciudad y ella y su familia ya me conocen de una visita previa que hice en el año 2003.

El primer día, ella me lleva entusiasmada al centro antiguo de la ciudad. Me recuerda a Arequipa, Cusco, Cajamarca, la diferencia es que Quito es una capital. El centro histórico me sorprende muchísimo. La plaza de armas a pesar de no ser tan grande como la de Lima, es acogedora. Hay mucha gente esperando en las bancas alrededor de la estatua de la libertad. Dicen que el presidente de la república va a salir a saludar a la gente, que siempre lo hace por la puerta delantera de palacio.


Aquella tarde tomamos un café en una callejuela cerca al barrio San Francisco, en el centro. Paola me cuenta que San Francisco era un lugar de maleantes. Sin embargo, hace un año y medio que el alcalde limpió todo el centro histórico. Ahora el centro de histórico es Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO.

Estos primeros días en Quito son tranquilos. Hice mi trabajo, descansé un poco del ajetreo del viaje. Anoche salí con un grupo de gente quiteña en una velada cultural. Ese grupo de gente tocó guitarra y cajón peruano en una casa colonial preciosa, desde sanjuanitos ecuatorianos a zambas y valses criollos argentinos y peruanos. Excelente forma de empezar el viaje !

miércoles, 30 de julio de 2008


29/7

Hoy llegamos al Ecuador. Estamos en Macará durmiendo una siesta de noche. La oficina de aduanas nos tuvo esperando varias horas en el puente que une el Perú y el Ecuador. El problema no éramos nosotros sino el carro que de acuerdo a las autoridades peruanas “faltaba un sello de autorización de la oficina de impuestos”. Felizmente el señor gordito que nos atendió: un moreno grandazo que parece haber vivido todo el tiempo en esa localidad no nos hizo demasiados problemas, sí nos mantuvo una hora explicándonos cuál era el problema que nosotros debíamos arreglar en nuestro regreso al Perú.

-¿Es que quién me garantiza que ustedes no se van a llevar el auto para Holanda, señorita?
Claro, él creía que nosotros íbamos a cruzar la frontera y nadar hasta el contienente europeo con el camioncito.

-Señor, nosotros vamos a volver al Perú dentro de veinte días con un grupo de gente desde el Ecuador.

En fin. Hablar con el señor fue una práctica de buenas maneras. Al final cruzamos Rob, Wilbert y yo al lado ecuatoriano prometiendo devolver el carro al Perú, es que claro el auto es peruano, señores.

Del lado ecuatoriano un guardia muy simpático nos dice que esperemos que el señor que da las autorizaciones para cruzar las fronteras fue a hacer deporte. Nosotros nos sentamos en la berma del puente fronterizo y nos dedicamos a comer aceitunas. Esperamos alrededor de una hora o más. El día ya oscureció. Por un momento pensamos que teníamos que sacar el eslípin para dormir allí en territorio de nadie.

-Señor, ya vino el señor de las autorizaciones.

Nosotros nos paramos y vemos gente amontonada en una ventanilla. Allí hay dos señores vestidos con canilleras, zapatillas futboleras y camisetas de algún equipo local.

-¿Es usted el guardia que da las autorizaciones?
-Yo soy el coronel señorita, me dice sonriendo.

Acababa de llegar de un partido de fútbol. Su equipo ganó.
Sellos van y vienen. La autorización para usar el auto peruano en Ecuador es un simple papelito que nosotros pegamos en el parabrisas con cinta adhesiva.
Estamos en Macará y ahora vamos a dormir.
Bike Dreams pensó en utilizar un segundo auto de apoyo para este viaje. El primero lo estamos manejando nosotros, ellos lo alquilaron en Arequipa. El segundo... hum... ¿qué pasó con el segundo carro? Está en Las Bahamas en un container que tiene que llegar a Guayaquil en barco.
Cuando Rob me contó en Holanda que iban a enviar un container con un auto, bicicletas y herramientas de cocina, entre otras cosas, por mar a sudamérica, yo pensé: “estos están locos”. Mi amiga Paola diría: “estos gringos”. Mi prima Martina se mataría de la risa (casi es lo mismo que los shorts de Rob en el avión). Faltan diez días para que empiece la travesía y el container, vuelvo a repetir, está en las Bahamas.
Yo no quiero ser bruja, tamposo adivina, no lo quise ser desde que empecé esta travesía. Yo creo que el container va a llegar a Guayaquil, pero todavía en dos semanas a lo menos, o quizás más. El caso es que cuando ellos me dijeron: “vamos a enviar las cosas por barco”, yo quise creer que las herramientas del viaje: auto, bicicletas, etc. iban a llegar a tiempo.
Quise creer en Rob. Y sigo creyendo que fue una locura enviar las cosas demasiado tarde (7 de julio!!). Ellos saben, no es mi problema.

martes, 29 de julio de 2008


Todavía recuerdo a Nina hablarme de Olmos. Nina es una amiga que estudió conmigo en la Universidad de Piura, que vivió conmigo un tiempo en la misma casa. Olmos es una ciudad-pueblo al norte de Lambayeque, un lugar en el que nunca estuve pero de la que mucho oí hablar. Ahora estoy aquí pasando la noche con Wilbert y Rob. Llegamos al atardecer.

Nina siempre me contaba una historia que ahora no recuerdo bien. Ella siempre relataba la historia del fenómeno de El Niño en el año 1983, cuando el cielo no cesó de llover sobre el desierto.

“el cielo se ponía rojo y nosotros ya sabíamos que iba a llover”, contaba Nina, el día se oscurecía y no paraba de llover. Las gotas de agua caían gruesas sobre Olmos y todas las ciudades de los alrededores. Las calles se convertían en canales de agua y las plazas en lagos. Musgo empezaba a crecer en las paredes de las casas. Los insectos a multiplicarse. Renacuajos se convertían en sapos. Mosquitos en zancudos.

Después de instalarnos en el hotel de una estrella del pueblo WIlbert, Rob y yo caminamos al centro de la ciudad. Vamos en busca de un restaurante que nunca encontramos. Por allí nos sentamos en una panadería a comer dulces y sandwiches. Los grillos saltan por doquier, hay una plaga. La ciudad es en realidad un pueblo con postes de luz que no alumbran, dizque para ahuyentar a los grillos.

En el niño del ’83 Nina tuvo una experiencia que nunca olvidará. El río de Olmos que normalmente es una acequia de agua se convirtió en un monstruo cargado de troncos que venían navegando desde las serranías. “Nosotros vivíamos asustados, pues el río ya quería desbordarse”, me contaba como si volviera a vivirlo.

Y el río se desbordó.

Nina vivía cerca a la ribera del río, pero ese día la ribera se convirtió en el mismo río, que pasó a ser una laguna sobre Olmos, a entrar con su corriente a los primeros pisos de las casas, a invadir los campos de fútbol, los colegios, la posta médica, la municipalidad. Nadie tenía opción a correr, sólo subir al techo de las casas para salvarse del desastre.

Pero Nina no estaba en su casa. Ella había ido al campo con su familia. Ella era una niña de seis años de edad. Lo único que hizo el padre fue decirle a sus hijos que suban al árbol que tenían al alcance. El padre trepó como pudo el tronco de un algarrobo. No sabe cómo consiguió subir a su esposa y sus hijos. Ellos pasaron el día y la noche agarrados a las ramas mientras el agua poblaba como una laguna el desierto de Olmos. Nunca habían visto tanta agua en su vida.

Ahora Nina ya no vive en Olmos, en Arequipa. Yo estoy en Olmos y la recuerdo mientras paseo por esta ciudad-pueblo y respiro el aire de mis años universitarios. Seguro mañana pasaremos por el grifo Beni y el árbol donde sobrevivió la familia Olazábal. Yo ya estaré con la mente puesta en otra historia y en los grillos que ahora invaden mi mochila.

28/7

Hoy es fiestas patrias en el Perú. Los autos cargan banderas, las casas izan la rojiblanca en sus techos, música criolla a alto volumen en los establecimientos, el país está celebrando sus 187 años de independencia de España. El himno nacional se escucha en todas partes.
Nosotros salimos un poco tarde de Huanchaco. Después de tomar un simple desayuno enrumbamos hacia el norte directo a Pacasmayo, a darle una mirada al hotel que reservamos para ir en un mes a dormir con todos los ciclistas. El camino es derecho. Mi recuerdo nítido. La panamericana norte es como la recuerdo: llena de pueblos y caseríos a ambos lados de la pista y además con árboles y bolsas de basura que no ayudan a respirar la naturaleza. Rob está manejando el auto, no se le ve demasiado animado hoy, Wilbert pega las pestañas y yo miro atenta el camino. Esta ruta sí la conozco, pienso, aunque no todas las rutas sean como siempre las imaginamos.
En pacasmayo estacionamos el camion delante de la cochera del hotel. Pacasmayo es una ciudad-pueblo frente al mar, con un malecón y un muelle de principios del siglo veinte. Allí se ven casonas de techos altos y de madera ahora abandonadas. En la playa hay gente tomando el sol. El invierno no trajo el frío este año, esto parece una eterna primavera.
El hotel donde nos vamos a alojar se llama La Estación con balcones mirando al mar. Nosotros vamos a verificar si nuestras reservas están al día.
A la entrada del hotel hay un restaurante. Allí veo a una señora comiendo un cebiche. Me apetece comer un poco de cebiche, ese plato peruano hecho a base de pescado blanco con cebollas y limón. Se me hace agua a la boca ver a la señora comiendo ese plato fresco, pero imposible en ese momento. Nosotros subimos en un segundo piso a la recepción. Allí hay mucha gente. La recepcionista dice mucho y poco. “Alan va a hablar ahorita”, dice. Va corriendo a encender la televisión, todas las personas allí reunidas escuchan a Alan García, el presidente del Perú, decir “queridos compatriotas”. Nosotros bebemos una incakola.


-Chicos, ¿no quieren probar cebiche?
Rob me mira con cara de pocos amigos. Wilbert se ve interesado en ver de qué se trata el cebiche. Yo les digo: “es pescado marinado en limón”. Rob no dice nada, yo sé que a él le disgusta el pescado. Me gusta molestarlo.
En el restaurante del hotel nos dicen que no hay cebiche. “¿Cómo?”, me sorprende el mesero. “Es que se acabó el pescado”, dice mirando al mar. Yo le recuerdo haber visto a una señora comiendo cebiche allí hace veinte minutos. : “se acabó el pesacdo señorita, lo siento”. Yo también miro al mar.
Me llevo a los muchachos a un restaurante en la plaza de armas, prometedor el restaurante, tiene la pinta de una cebichería. Pero no. La chica nos dice: “no hay pescado señorita”.
Seguimos en busca de otro restaurante, por fin uan señorita nos dice: “aquí les servimos señores”. Nosotros esperamos... como bobos... el restaurante está demasiado lleno y hay un sólo mesero. Nos vamos.

Sin cebiche ni nada en el estómago enrumbamos hacia Lambayeque. Wilbert maneja.
-¿Qué pasa, Rob? Ya cuéntanos qué pasó.
Rob dice: “no sé por que tengo dolor de cabeza”, él sigue vistiendo shorts (los mismos del avión). Rob nos cuenta que estuvo toda la noche en Trujillo con su amigo el ciclista Lucho, se fueron a comer una pizza, “¿con sangría o cerveza?”, le pregunto yo. “Sangría y vino”. Ajá, pienso, “por eso tienes dolor de cabeza”.
La carretera sigue siendo como la recordaba. Pasamos por Puerto Etén, Reque. No hay muchos autos, algunas mototaxis y motos, gente en bicicleta y arreando mulas. Al llegar a Chiclayo evitamos la ciudad por el by-pass y seguimos hacia Lambayeque. Allí la vida es más apaciguada que en Chiclayo. Al lado derecho de la carretera está el museo de sitio de Sipán, y al lado izquierdo el ‘centro’ de la ciudad. Nosotros nos metemos por una trocha detrás del museo. Allí no hay más que casas de adobes y esteras. Sin embargo en medio de ese desierto,
Lambayeque es una ciudad pequeña, se levanta un hotel de bungalows y piscina. Un oasis en medio de la nada. Allí nos sentamos a descansar.
-Hay que ir a comer, dice Rob.
Él quiere ir al mercado, dice, porque es la mejor forma de adaptarse al lugar. Yo la verdad no tengo ganas de ir al mercado, sigo pensando en mi cebichito, le pregunto al dueño de ese hotel dónde hay un buen restaurante. No sabe explicarme lamentablemente. Wilbert termina estacionándose frente al mercado.
Qué suerte. Los puestos de comida del mercado estaban cerrados, pues yo quería mi cebichito, y terminamos entrando a un restaurante piurano al lado de los puestos de comida. “cebiche, por favor”, pido yo desesperada (por poco).
Rob se sienta en una silla blanca de plástico de playa que tiene el restaurante.
-Señor, señor, cuidado, no se siente allí !!
Rob no entiende.
-Es que ayer vino un hombre gordo y cuando se sentó se rompió la silla.
-Pero yo no ser gordo, señorita.
-Pero es grande –se ríe la señorita.
Wilbert y yo nos matamos de la risa.
-Mejor ponemos dos sillas . dice la señorita.
-¿Dos sillas?
-Sí, para que no se rompa.
Wilbert y yo nos doblamos a carcajadas, casi.
Al final le traen al pobre Rob una silla de fierros.
Al parecer la altura no es una virtud en las fábricas de sillas en el Perú. Rob no se cayó, pero después entró al restaurante todo un familión con madre, padre, hijos, abuela, y bebé incluido. La madre se sentó en una de esas sillas. Mejor no digo en qué terminó, pues esas historias de sillas rotas, son historias conocidas.

lunes, 28 de julio de 2008






27/7

Yo nunca había visto la Panamericana Norte de día. Siempre la imaginé derecha, rodeada de desiertos y arenales sucios, pero obviamente no es así.
A medio camino paramos en Paramonga a recorrer la huaca Chimú. Después seguimos ruta hacia Trujillo.
A medio camino ellos me cuentan sus historias de cómo llegaron a hacerse bicicleteros, por así decir. Empezaron recorriendolo todo en bicicleta en su país, y luego poco a poco haciendo camino hacia otros países. Bélgica, Alemania, Suecia, Dinamarca. Ahora son unos expertos de la bicicleta y han recorrido El Cayro – Ciudad del Cabo (en Sudáfrica), Tibet – Katmandú (Nepal). Su próximo reto es Quito – Ushuaia.

Dormimos en Huanchaco, bello balneario. Nunca imaginé un lugar tan limpio y ordenado. Estamos alojados en el Hotel Naylamp. Llamé varias veces a mi amigo Chicho. Lamentablemente no lo pude ver. Espero verlo a mi regreso.
Mañana iremos hacia la zona de Piura. Regresan los recuerdos, los viejos sentimientos. Ojalá nos quedemos allí a dormir.
Este viaje me da la oportunidad de volver a la memoria y a sentir el sonido de las olas del mar.

26/7

Hoy salimos hacia el norte en el pequeño bus que rob y wilbert alquilaron en arequipa. El bus pequeño, de color blanco, sólo tiene espacio para tres personas.
A ellos me los encontré en el Plaza Vea de la Javier Prado con la Aviación. Allí estaban ellos dos esperándome, Rob con sus shorts y Wilbert con sus pantalones largos. No tuvieron muchos problemas en encontrar el lugar que yo les indiqué. Me dijeron que las calles de Lima eran fáciles.

La salida de Lima fue un tanto caótica. Yo me senté entre los dos, en la parte delantera del vehículo. No pudimos evitar el tráfico ni tampoco a los vendedores de helados y banderas bicolor, pues en el Perú el lunes 28 será fiestas patrias les explico.
Oscureció cuando recorríamos pasamayo. Ningún imprevisto, nada. Dormimos en Huacho.

Huacho es una ciudad pequeña, podría decirse un pueblo grande con mucha gente en las calles y mototaxis. El lugar me recordó a una vieja historia. Una amiga mía me robó una vez un muñeco de peluche llamado ñupi. Yo adoro a mi muñeco de peluche, pues es casi tan viejo como yo y me ha acompañado por todas partes. Esta amiga se lo llevó a huacho a ‘chuparse’ unos tequilas sunrise en un bar de por allí. Para mí fue un verdadero drama. Como si mi hijo hubiese sido secuestrado.

En la noche ya en el hotel, me pongo a escribir historias para este blog. De pronto escucho gemidos y aullidos a mi alrededor. ¿A qué tipo de hotel me han traido estos muchachos?
Rob me espera en el aeropuerto de Amsterdam en shorts y yo recuerdo sus palabras algunos días antes: yo sólo duermo en los aviones. Vamos a tomar un vuelo hacia Lima, Perú, aquella mañana: un vuelo de dieciocho horas por lo menos, sobre el atlántico, a unos once mil metros de altura a la medianoche. Los dos nos saludamos dejamos las mochilas en el suelo y hacemos cola para facturar el equipaje. Felizmente ningún imprevisto nos impide seguir. A medio camino hacia migraciones saludamos a Wilbert, que tomará otro vuelo hacia Lima.
Nuestro vuelo va por Madrid. El viaje Amsterdam - Madrid es corto. La pasamos conversando, durmiendo un poco, fastidiando al vecino que le tiene miedo a las alturas. Ningún imprevisto. Rob se queja al final un poco de sus rodillas, pues es alto el muchacho y hay poco espacio entre los asientos, y aterrizamos en Barajas.

El aeropuerto de madrid es uno de los más enredados que he visitado alguna vez. Nosotros salimos al final del avión y enrumbamos rumbo a ninguna parte. Rob me pide que busquemos los vuelos de Lan para ver cuál es nuestra puerta de embarque a Lima. Buscamos en las pantallas y no encontramos nada. Nos acercamos a un centro de información y tampoco saben decirnos dónde está el vuelo de Lan a Lima. Después de caminar unas cuantas vueltas alguien nos dice que debemos salir del aeropuerto para entrar de nuevo al aeropuerto (vaya!) y buscar la compañía de aviación Lan entre las diferentes líneas aéreas quefacturan a sus pasajeros a diferentes destinos del mundo.
Después de tanto enredo en Barajas conseguimos hacer cola frente a unos letreros de Lan. Cambiamos los asientos del vuelo, pues a rob le conviene viajar en un asiento cerca a las salidas de emergencia, y nos vamos a buscar la puerta de embarque. Subir, bajar, tomar el tren, saludar a un escritor peruano llamado Roncagliolo, salir del tren y subir al terminar “R”, así dice claramente la pantalla de televisor del aeropuerto. Nos sentamos en un restaurante simpático antes de nuestra salida hacia el sur. Allí comemos un bocatta y bebemos unos refrescos para pasar la hora hasta que decidimos ir a la sala de embarque a pasar el poco tiempo que nos queda para despegar hacia Lima.

Yo no sé qué hago exactamente la hora que falta para tomar el vuelo a Lima. Sólo recuerdo que cogí una revista que un amigo holandés me regaló hacía unos días en una fiesta de despedida. Leo algunos artículos literarios entre otros y pienso en mi escritor, como siempre (nadie puede con mi genio), y en todo aquello que me espera en el viaje. Escribir, me digo, sólo me queda escribir, y vivir intensamente cada segundo.

La gente empieza a movilizarse rumbo al avión, hay una cola larga esperando entrar al vehículo aéreo. Rob me dice: “esperemos hasta el final que da lo mismo”, yo sigo ojeando mi revista que me da lo mismo esperar o no, de todas maneras teníamos que entrar al avión, la espera no es demasiado larga. Ya no hay gente en la sala.
Rob y yo nos paramos para entrar al avión.
Yo no sé qué es, pero evidentemente esta no es la parte más importante de esta historia ahora. Cuando nos acercamos a la puerta de embarque veo que del otro lado un grupo de gente corre hacia la puerta. Yo no presto demasiada atención, la verdad. Cojo mi boleto de embarque y se lo alcanzo a la señorita. Pero escucho uno voz que me es conocida, que no es Rob, evidentemente, era alguien de ese grupo de gente que se acercó corriendoa la puerta de embarque. Volteo para ver quién es y lo veo. No lo creo. Un hombre de cabello cano, no tan alto. Mis ojos lo tienen en frente. Es Mario Vargas Llosa con toda su familia. Me sonrojo y me río. Esto tenía alguna vez que suceder...

En el avión espero que rob se quede dormido todo el vuelo. La aeromoza le ofrece unos audífonos que él no acepta; le quiere dar una manta, tampoco quiere señorita. Él cruza sus piernas en shorts, se estira con la idea de dormir. Yo escribo y escribo en un blog de notas totalmente motivada, pues tengo al escritor a unos diez asientos frente a mí. Después de una hora me quedo dormida.
Despierto.
Rob tiene los brazos cruzados.
-¿Acaso no puedes dormir?, le pregunto.
-Hace mucho frío, me dice.
Lo miro y me rio. Él me mira con ojos pícaros, como si no quisiera desistir de su entercamiento de andar en shorts y sin frazada ni audífonos.
Yo no puedo dormir. Enciendo el televisor frente a mí, pongo una película de Jack Nicolson: Someone has gotta give. Me cago de la risa con las escenas de Nicolson corretenado a las jovencitas. Veo a Rob sin audífonos mirando atentamente la película. Me dice: “esa película es para mujeres”. Me mato de la risa doblemente. Parece que rob sigue viviendo en el tiempo del cine mudo.
Vuelvo a quedarme dormida, despierto de nuevo.
Rob sigue allí sin frazada. Ya se congela el pobre. Pero se levanta y busca como loco en todos los compartimentos una frazada. Cuando consigue una y regresa al asiento me dice: hace frío. Se envuelve las piernas, y se las abriga.
Duermo. Llegamos a Lima. Escucho a la esposa del escritor decir: “y ahora la vaina es recoger las maletas”. Yo le pregunto a Rob si pudo dormir algo aquella noche. Me dice que no, que hacía mucho frío y que había sido mala idea venir en shorts.

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