martes, 29 de julio de 2008


28/7

Hoy es fiestas patrias en el Perú. Los autos cargan banderas, las casas izan la rojiblanca en sus techos, música criolla a alto volumen en los establecimientos, el país está celebrando sus 187 años de independencia de España. El himno nacional se escucha en todas partes.
Nosotros salimos un poco tarde de Huanchaco. Después de tomar un simple desayuno enrumbamos hacia el norte directo a Pacasmayo, a darle una mirada al hotel que reservamos para ir en un mes a dormir con todos los ciclistas. El camino es derecho. Mi recuerdo nítido. La panamericana norte es como la recuerdo: llena de pueblos y caseríos a ambos lados de la pista y además con árboles y bolsas de basura que no ayudan a respirar la naturaleza. Rob está manejando el auto, no se le ve demasiado animado hoy, Wilbert pega las pestañas y yo miro atenta el camino. Esta ruta sí la conozco, pienso, aunque no todas las rutas sean como siempre las imaginamos.
En pacasmayo estacionamos el camion delante de la cochera del hotel. Pacasmayo es una ciudad-pueblo frente al mar, con un malecón y un muelle de principios del siglo veinte. Allí se ven casonas de techos altos y de madera ahora abandonadas. En la playa hay gente tomando el sol. El invierno no trajo el frío este año, esto parece una eterna primavera.
El hotel donde nos vamos a alojar se llama La Estación con balcones mirando al mar. Nosotros vamos a verificar si nuestras reservas están al día.
A la entrada del hotel hay un restaurante. Allí veo a una señora comiendo un cebiche. Me apetece comer un poco de cebiche, ese plato peruano hecho a base de pescado blanco con cebollas y limón. Se me hace agua a la boca ver a la señora comiendo ese plato fresco, pero imposible en ese momento. Nosotros subimos en un segundo piso a la recepción. Allí hay mucha gente. La recepcionista dice mucho y poco. “Alan va a hablar ahorita”, dice. Va corriendo a encender la televisión, todas las personas allí reunidas escuchan a Alan García, el presidente del Perú, decir “queridos compatriotas”. Nosotros bebemos una incakola.


-Chicos, ¿no quieren probar cebiche?
Rob me mira con cara de pocos amigos. Wilbert se ve interesado en ver de qué se trata el cebiche. Yo les digo: “es pescado marinado en limón”. Rob no dice nada, yo sé que a él le disgusta el pescado. Me gusta molestarlo.
En el restaurante del hotel nos dicen que no hay cebiche. “¿Cómo?”, me sorprende el mesero. “Es que se acabó el pescado”, dice mirando al mar. Yo le recuerdo haber visto a una señora comiendo cebiche allí hace veinte minutos. : “se acabó el pesacdo señorita, lo siento”. Yo también miro al mar.
Me llevo a los muchachos a un restaurante en la plaza de armas, prometedor el restaurante, tiene la pinta de una cebichería. Pero no. La chica nos dice: “no hay pescado señorita”.
Seguimos en busca de otro restaurante, por fin uan señorita nos dice: “aquí les servimos señores”. Nosotros esperamos... como bobos... el restaurante está demasiado lleno y hay un sólo mesero. Nos vamos.

Sin cebiche ni nada en el estómago enrumbamos hacia Lambayeque. Wilbert maneja.
-¿Qué pasa, Rob? Ya cuéntanos qué pasó.
Rob dice: “no sé por que tengo dolor de cabeza”, él sigue vistiendo shorts (los mismos del avión). Rob nos cuenta que estuvo toda la noche en Trujillo con su amigo el ciclista Lucho, se fueron a comer una pizza, “¿con sangría o cerveza?”, le pregunto yo. “Sangría y vino”. Ajá, pienso, “por eso tienes dolor de cabeza”.
La carretera sigue siendo como la recordaba. Pasamos por Puerto Etén, Reque. No hay muchos autos, algunas mototaxis y motos, gente en bicicleta y arreando mulas. Al llegar a Chiclayo evitamos la ciudad por el by-pass y seguimos hacia Lambayeque. Allí la vida es más apaciguada que en Chiclayo. Al lado derecho de la carretera está el museo de sitio de Sipán, y al lado izquierdo el ‘centro’ de la ciudad. Nosotros nos metemos por una trocha detrás del museo. Allí no hay más que casas de adobes y esteras. Sin embargo en medio de ese desierto,
Lambayeque es una ciudad pequeña, se levanta un hotel de bungalows y piscina. Un oasis en medio de la nada. Allí nos sentamos a descansar.
-Hay que ir a comer, dice Rob.
Él quiere ir al mercado, dice, porque es la mejor forma de adaptarse al lugar. Yo la verdad no tengo ganas de ir al mercado, sigo pensando en mi cebichito, le pregunto al dueño de ese hotel dónde hay un buen restaurante. No sabe explicarme lamentablemente. Wilbert termina estacionándose frente al mercado.
Qué suerte. Los puestos de comida del mercado estaban cerrados, pues yo quería mi cebichito, y terminamos entrando a un restaurante piurano al lado de los puestos de comida. “cebiche, por favor”, pido yo desesperada (por poco).
Rob se sienta en una silla blanca de plástico de playa que tiene el restaurante.
-Señor, señor, cuidado, no se siente allí !!
Rob no entiende.
-Es que ayer vino un hombre gordo y cuando se sentó se rompió la silla.
-Pero yo no ser gordo, señorita.
-Pero es grande –se ríe la señorita.
Wilbert y yo nos matamos de la risa.
-Mejor ponemos dos sillas . dice la señorita.
-¿Dos sillas?
-Sí, para que no se rompa.
Wilbert y yo nos doblamos a carcajadas, casi.
Al final le traen al pobre Rob una silla de fierros.
Al parecer la altura no es una virtud en las fábricas de sillas en el Perú. Rob no se cayó, pero después entró al restaurante todo un familión con madre, padre, hijos, abuela, y bebé incluido. La madre se sentó en una de esas sillas. Mejor no digo en qué terminó, pues esas historias de sillas rotas, son historias conocidas.

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